Por: Juan Carlos González Rocha*

Parado frente a la casa de mis padres, miro atento los cientos de almas que deambulan por el lugar; las visitas siempre han sido constantes, pero en esta ocasión el halo que se percibe es totalmente distinto. Muchos colores¡¡ entre los que predomina el blanco tratan vanamente dar alegría al espacio, las luces son tenues y muy escasas, a lo mucho cuatro, pero alcanzan su misión de dar luz al camino que se mira desde aquí. Hervores de sabor llegan muy dilucidadamente hasta las narices de aquellas almas, lo que hace del lugar un espacio de descanso y pasividad. Un discurso, cual canto de aves sempiternas, reúne a todas aquellas almas en unidad única con el universo; todas miran al cielo como esperando la compasión de la creación misma. Las cantos se extienden de manera aleatoria durante toda la noche, aun no encuentro palabras ni la fuerza o valor para entrar, la explicación tendría que ser tan amplia para poder sostener la presencia mi ser como tal. Ahora veo correr un diminuto río hasta mis pies, al probar el agua percibo un sabor a sal, pero la sensación del agua en mi boca es de una amargura inefable. Alguien me llama dentro de la casa, percibo una voz lejana y tenue, aun no la reconozco; una fuerza oculta me hace levantarme y me da el valor para entrar, mientras recorro cada metro del jardín y después del patio, en todo momento, soy mirado detenidamente por todas las almas que están en el lugar, tengo una sensación de miedo y pasividad, alegría y esperanza que nunca hubiera podido imaginar, llego a lado de unas de la luces; entonces, todas las almas se juntan en una misma sonrisa y un adiós que me eternizara desde este momento. Ahora puedo partir, sin olvidar todas aquellas almas que aclararon mi partida. Mañana seré enterrado, pero no estaré, dejare mi cuerpo al encargo de la naturaleza que ahora me hará parte de su nutriente.
*Lic. en ciencias políticas y administración publica UAEM Correo: zweck_xx@yahoo.com.mx